El Annapurna I (8.091 m) no solo fue el primer ochomil ascendido por el ser humano, sino también un punto de inflexión en la historia del montañismo de gran altitud. Su conquista en 1950 marcó el inicio de la era de los ochomiles, abriendo una puerta que llevaría a décadas de exploración, tragedias y epopeyas humanas en las cumbres más altas del planeta.
En una época en la que el Himalaya seguía siendo un territorio mítico e inexplorado para Occidente, un grupo de franceses liderados por Maurice Herzog y Louis Lachenal realizó una empresa sin precedentes: escalar una montaña de más de 8.000 metros sin conocimiento previo de la ruta ni mapas precisos.
El 3 de junio de 1950, tras semanas de exploración a ciegas, tormentas y avalanchas, alcanzaron la cumbre del Annapurna I, convirtiéndose en los primeros en hacerlo en un ochomil. Sin embargo, el precio fue altísimo: ambos sufrieron congelaciones graves, amputaciones y un descenso casi épico.
Este logro, narrado en el libro Annapurna (Herzog), fue durante décadas una de las historias más inspiradoras —y controvertidas— del montañismo.
El Annapurna I es también conocido por su peligrosidad extrema. La cara sur, en particular, es una muralla vertical de roca, hielo y nieve altamente inestable. Las estadísticas lo ubicaron durante años como el ochomil con la mayor tasa de mortalidad, llegando a superar el 30% de muertes por cumbre alcanzada.
Esto hizo que, durante décadas, el Annapurna fuese evitado incluso por alpinistas experimentados, a pesar de no ser el más alto de los ochomiles.
A partir de los años 70 y 80, el Annapurna fue objetivo de expediciones japonesas, coreanas, polacas y francesas, que comenzaron a explorar rutas más técnicas. La cara sur se convirtió en un símbolo de dificultad extrema y compromiso, siendo escenario de ascensos notables y tragedias.
En 2013, el suizo Ueli Steck realizó una de las escaladas más impresionantes de la historia: ascenso en solitario y en estilo alpino a la cara sur en solo 28 horas, una hazaña que redefinió lo que era posible en alta montaña.
Desde su conquista en 1950, el Annapurna ha sido testigo del cambio de paradigma en el montañismo: de las expediciones pesadas con cuerdas fijas y porteadores al estilo ligero y autónomo, donde la ética, el riesgo asumido y la pureza de la línea ganaron protagonismo.
Este ochomil representa tanto el inicio de la exploración extrema como la lucha por ascender con valores deportivos y personales, en uno de los entornos más hostiles del planeta.
El Annapurna I sigue siendo una montaña de élite, con un historial de cumbre bajo y una lista de víctimas alta. Es uno de los ochomiles que más respeto infunde entre montañistas, y que sólo debería ser intentado con experiencia sólida en terreno técnico de gran altitud.
Para los que lo observan desde sus bases, como en el Annapurna Sanctuary Trek, es también un símbolo de belleza, misticismo y espiritualidad
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